martes, 27 de mayo de 2008

RUÁN DE MARTES SANTO



Este ruán que ahora llega lo conozco de siempre, lo he visto tantas veces en este Martes Santo... Yo veo cada año al mismo nazareno, que quizá no haya muerto porque aún no ha nacido. Este ruán lo conozco y conozco el esparto, Conozco al nazareno, su cera de tinieblas, sus sandalias, su mano desprovista de anillos, tan azules sus venas, tan blanca sobre el negro, apoyada en el pecho.
Años lo llevo viendo en este Martes Santo, en este mismo sitio, bajo este naranjo, música de capilla del canario que canta al balcón solitario en jaula de geranios. Tenía calzón corto y un tranvía de lata, un gato en la azotea y un lunes con colegio, cuando este nazareno pasaba con su cirio. El mismo nazareno que luego contemplara estrenando la sangre, una novia a mi brazo, la vida por delante y el mundo por montera. El que luego una tarde le enseñé ya a mi hijo cuando apenas sabía pedirle un caramelo. El que ya sin mi madre planchándome la túnica y sin mi padre oyendo saetas por la radio sigo viendo este Martes. Es el mismo de siempre.
Cambia todo en Sevilla, el ruán permanece. Permanece el esparto, la sandalia, la cera, el negro capirote, el escudo bordado, la mirada de siempre del mismo nazareno. Las sedas de aquel manto de primeras puntadas y fotos en la sala de cabildos de entonces, las pasaron cien veces a terciopelo nuevo. Los dorados cuarteles de aquel viejo estandarte cambiaron por el nuevo, custodia y ostensorio, sacramental ahora por esa plata vieja, el retablo de ánimas y aquel farol de mano. El palio ya es distinto, distinta la manera de tocar esa banda, ahora tanta alegría donde antes sólo iba un triste tamborcito que le hervía la sangre a los hombres del muelle con aquel soniquete monótono y malage.
Aunque todo ha cambiado, aunque aquellos corrales ya no tengan pestiños ni copas de aguardiente aguardando centurias de Roma y mariquillas; aunque no quede uno de aquellos que en la foto celebran el quinario con un arroz de venta y un fraile dominico con un pico de oro, que predica cantando, pues dicen que es gitano y la gente lo sigue desde Radio Sevilla; aunque aquel viejo párroco ya no vaya de preste con cirio y con breviario detrás del nuevo manto; aunque aquella Sevilla tan sepia y tan cercana ya no exista ni exista la casa de tus padres, las cajas con las fotos del frente y de la boda, el batón del bautizo, la peina en el altillo, mantones enrollados en papeles de seda, la túnica que un día servirá de mortaja, te la encuentras ahora, como siempre, infalible.
Tú conoces de sobra a esos nazarenos, ruán que permanece y al que ahora te aferras lo mismo que esa mano el antifaz atrapa. No marcó ni un minuto el reloj de la Plaza desde entonces: lo sabes al ver al nazareno. Pregona su victoria porque al tiempo ha vencido, Giraldillo triunfante que lleva en vez de palma un cirio en su cadera, que da la luz de siempre.
Es mentira, no han muerto aquellos nazarenos que le dieron grandeza a este rito de siglos. Te lo ha dicho esta tarde, porque es Martes Santo, ese alto, soberbio, de andares señoriales, que has visto tantas veces, de ruán y de esparto.
No mueren en Sevilla los viejos nazarenos. Se reencarnan en estos que ves el Martes Santo. Aunque nada es lo mismo en ellos permanecen memorias remansadas del tiempo detenido. Venga, vamos, que tienes otra vez siete años y tu tía te lleva a ver los nazarenos. Venga, coge esa cera, pon la mano, Antoñito, cuidado, no te quemes, qué grande está la bola. Caramelos no pidas, que éstos son de silencio.
Todo es de silencio aunque sea de capa, que de capa te abres ante el toro del tiempo cuando pasa esta tarde ese ruán tan antiguo de tramos y más tramos de nazarenos muertos que visten este Martes de nuevo sus mortajas.


Antonio Burgos

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